jueves, 6 de febrero de 2014

-Relato Corto- Los Poetas Muertos Se Entierran En Amor

La condena de un poeta que escribe sobre el amor, es enamorarse de éste y nunca haber sabido lo que es.
Palabras, versos, pequeños relatos… Qué bella es la vida de la pluma y el papel cuando tienes una musa sobre la que escribir, una piel que convertir en verso, un beso que convertir en la más emocionante de las historias, una caricia que transformar en la máxima ternura escrita en papel. Qué desdichada la vida del poeta, enamorado de lo que escribe y sin saber lo que es enamorarse. ¿Cuántos latidos ardientes de un amoroso deseo han disparado nuestras palabras, y disipado nuestras esperanzas? Qué triste belleza y qué gran pequeña desdicha. Si las n…
-Señor, sus invitados han llegado.
-En seguida voy Jhon. Gracias por avisarme.
-De nada, Señor.
Jhon, mi mayordomo, la persona más fiel y servicial de todo Londres. Su interrupción es debido a los invitados que recién han llegado, todos esos malditos burgueses fanfarrones en busca de dinero y falso aprecio hacia mi arte. Acabo de publicar un nuevo libro, o mejor dicho, acabo de mostrar un trocito de mi alma en unos cuantos papeles, sobre mis queridas aventuras y desventuras que nunca tuve en ese amargo paseo por la vida el cual llaman amor, y todos debemos cruzar en algún momento, excepto yo, al parecer.
La fiesta era debido al gran éxito de esa “majestuosa” obra sobre mis amorosos andares inventados. Pingüinos con trajes de hombre, bellas sedas acariciando la hipocresía de los ricos traseros de sus mujeres a las cuales engañaban una y otra vez, y, en fin, todo tipo de disfraces de la burguesía de Inglaterra, se concentraba en el salón de mi lúgubre casa para sonreír cual estúpidos y felicitarme por escribir algo que ni si quiera han tenido la dignidad de leer.
Me puse una chaqueta negra con mi desaliñada camisa, unos pantalones algo más decentes, y, con mi sobrero de copa tapé todo rastro de inteligencia y emoción que se hallara en mi cabeza para, por unas horas, convertirme en otro estúpido burgués que va al teatro sin saber de qué es la obra.
-¡Vaya, aquí está nuestro poeta enamorado! ¿Qué tal, joven, estabas escribiendo de nuevo?
El Señor Rufus McGregor, un duque famoso en su zona por sus múltiples numeritos como consecuencia del alcohol. Un hipócrita más vestido de payaso burgués que pretende caer bien a la “alta sociedad” para tener buenos afiliados a su negocio. No sé cómo, con tantos años en esta escena social sigue creyendo que alguno de estos malcriados burgueses invertiría su asqueroso dinero en rescatar un negocio muerto.


-Vaya, Rufus. Esperaba que vinieras, y, bueno, ya sabes cómo soy, siempre escribiendo cosas para pobres. Puedo enseñarte dónde está la bodega, silo deseas, apuesto a que eso te dejará mejor sabor que un puñado de palabras.
Una sonrisa entre divertida, risueña, y burlona. Era mi modo de tratar a la burguesía, a todos les encantaba mi “fantástico humor sarcástico”. Ellos siempre se lo tomaban a broma, chistes crueles realmente graciosos para ellos, porque así eran ellos, felizmente crueles. Yo, sin embargo, salía frustrado de todas las conversaciones, ya que se reían de mi intento de echarles, verbalmente, a patadas de mi casa.
-¡Vaya, vaya, tan gracioso como siempre! Estar encerrado en esa habitación habrá cambiado tu olor, pero no tu gran sentido del humor por lo que veo.
-Yo veo que aún no has cambiado a tu mujer por una botella de Whisky, me alegra, ella me cae mejor.
-¡Ja, ja, ja! No creas que tardaré mucho, el Whisky se queja menos que ella.
-¡Rufus!
-¡Tranquila mujer, luego te recompensaré con joyas!
Sus estúpidas mentes cerradas, raciales y machistas me enfermaban hasta el punto de hacerme plantear el suicidio, pero qué cosa más suicida que enamorarse, dejarte en manos de otra persona, caer cual Alicia por su piel, hacer poesía en sus ojos cual Bécquer, dejar que el barco de Espronceda sea una mujer, y hundirse en el más profundo lago de su ser. Qué estúpido es enamorarse, no es más que otra forma de morir, pero he de reconocer que sin duda, es la más dulce.
Bueno, tras esa “agradable” conversación, proseguí mi camino por mi salón de un extremo al otro para saludar al resto de hipócritas que hoy hacían de mi amado hogar, un baile de disfraces y máscaras.
Había venido la hipocresía de la hipocresía, desde las casas de los Cavendish y los Capell, pasando por el conde Boyle, los Clifford de Cumberland,  el duque de Berwick, Monmouth, Buckingham, y el conde de Strafford, hasta algunos títulos como Hyde y Cecil.
Tras mi “emocionante” paseo por aquel baile de disfraces, me paré en medio del salón, entre todos esos descerebrados que se emborrachaban y disfrutaban a mi costa, y me quedé intentando hacer mudo el eco de sus vacías voces para deleitar a mis oídos con una de mis piezas favoritas para piano de Beethoven, interpretado por un joven al que daba clases gratuitas de piano. El chico tenía un talento asombroso y aprendía con una rapidez trepidante. Le pagaba por tocar para mi cuando se lo pidiera. Me gustaba contratar a mucha gente para tareas simples o que a ellos mismos les gustara, era mi contribución a los pobres, ya que la maltratada clase obrera o proletariado no tenía necesidad de aguantar los sudorosos y ricos traseros de los burgueses encima de ellos. Me indignaba sobremanera esa descompensación en las clases sociales, bueno, me indignan las clases sociales en sí.
¿Por qué tienen que ser más privilegiados unos rencorosos falsos que ganan su pan a costa de la desdicha ajena que unos verdaderamente nobles y humildes trabajadores guiados por su pasión que no hace ningún mal? ¿Por unos estúpidos papeles con números? El papel se puede utilizar para cosas mil veces más hermosas que para fabricar dinero, eso lo único que ha conseguido ha sido guerras, muertes de inocentes, engaños, y miles de desgracias más guiadas por la avaricia y el frenético ansia de poder. Las injusticias era algo que me quitaba el sueño, pero no más que el hecho de que dormiré solo el resto de mis días escribiendo sobre lo hermoso que es dormir abrazado a quien amas.
El baile de disfraces continuaba, aunque para mi el tiempo se había parado en aquella pieza de Beethoven. Al terminar, me acerqué al muchacho pianista para pedirle una de las canciones que yo le había enseñado. Perdido entre las partituras y más aún en mi pensamiento, por alguna extraña razón, quise levantar la mirada, como si las musas que golpean mi ventana cada vez que escribo, estuvieran levantando ahora mi cabeza.
Entonces, la vi.
Por un momento vi todas mis historias y todos mis versos escritos en una piel de marfil, blanca, delicada, y tan bella que pareciera que Miguel Ángel se apareció por gracia divina, esculpirla ante mis ojos. Sus ojos, tan profundos y en verso… Bécquer habría cambiado su pupila azul por aquellos ojos. Sus ojos gritaban con dulzura la pasión que su boca escondía, unos labios tentadores, que ni la mismísima Afrodita podría si quiera llegar a imaginar. Una figura tan esbelta, curva y perfecta, que Dios sólo soñaría con imaginar. No sabía quién era, pero al mismo tiempo sentía como si la conociera de siempre. Es pintura, arte y escultura, es poesía, es mi prosa, es mi tinta, es mis versos.
Era ella, a quien escribía todos mis cuentos, de la que mil veces me enamoraba en mis poemas. Era sobre quien escribía, y ni si quiera sabía quién era.
Me perdí en la inmensidad oscura y brillante de sus  profundos ojos marrones mientras caminaba en su dirección. No me miraba, pero me estaba pidiendo a gritos que la conociera.
-Buenas noches, señoritas.
-¡Vaya, el señor poeta aparece al fin!
- Siento mi tardanza, Señora Clifford.
-Oh, tranquilo, seguro que estabas perdido otra vez entre tu embelesadora poesía.
La Señora Clifford, una de las pocas que merecía la pena. Ella nunca ha leído mis libros ni mis poemas, no sabe leer, es de familia pobre, y gracias a un acuerdo con su tío, se casó con el Señor Clifford, el duque de Cumberland.
Es una mujer sencilla, divertida y que me trata como si fuera su hijo, también lucha por la clase obrera, supongo que es la única razón por la que sigo invitando a la burguesía a mi casa, en algunos aún hay esperanza.
-Más que poesía embelesadora yo diría que es un canto triste al amor.
-¡Oh, se me olvidaba! Querido, ésta es Evelyn.
Evelyn, hasta su nombre es perfecto.
-Encantado, Evelyn.
Apenas podía articular palabra, su belleza hacía del silencio la más hermosa de las poesías, pues un gran cuadro, se admira en silencio.
-Es un placer conocer a la persona que está detrás de todas las palabras que me enamoraban y me perdían cada tarde en mi habitación.
-Vaya, ¿has leído mi libro? Creo que de aquí serás la única, por suerte o por desgracia.
-He leído todos vuestros trabajos, y la verdad, es tan bello, delicado y romántico, que me resulta triste.
-¿Por qué la resulta triste el amor?
-Porque todo lo bonito es triste, y enamorarse, es una bella tragedia.
De su boca salía mi más pura poesía, era todo lo que quizá jamás habría llegado a imaginar, era perfecta, tan perfectamente imperfecta, como el amor.
-Veo que tenemos cosas en común, señorita Evelyn, pero, dígame, ¿por qué enamorarse ha de ser una tragedia?
-Imagino que como escritor y poeta culto habrá leído Romeo y Julieta.
-Por supuesto, pero no todos los amoríos terminan en tragedia.
-Entonces, Señor, es porque aquellos libros, no tuvieron un final.
-¿Cree que todas las historias terminan en tragedia?
-La vida es una tragicomedia, puedes reír todo lo que quieras, pero la muerte acabará asolando a todos, y aún deseando la vida eterna. Sería trágico ver morir a todos los que un día amaste, pese a que su cuerpo siguiera en pie, su corazón ya habría muerto.
En ese momento, caí. Sabía que había caído. Caí en un pozo del que jamás podría salir . Caí en sus ojos, en su boca, en su piel, en su mirada. Caí en ella, y sinceramente, jamás querría volver a levantarme.

Esas palabras, su pesimista alegría, era tan poética que por una vez me enamoraba yo de la poesía. No oía nada, sólo a ella, el sonido hueco de su presencia esperando una respuesta. No me importaba nada más, ni si quiera existía nada más, en mi mundo, sólo estaba ella.
-Jamás podría estar tan de acuerdo con algo.
-Me agrada vuestra respuesta, pero he de reconocer que esperaba algún verso de ánimo con carácter positivo que contraatacara a mi, digamos, pesimista felicidad.
-Si quiere oír versos, la invito a ver la luna en mis jardines, pues no hay musa más efímera y fiel que la dulce y misteriosa noche.
-Me encantaría, Señor.
Nos mirábamos, intrigados el uno por el otro, intentando descubrir lo más oculto de nuestro interior, pero en aquel momento nuestros ojos estaban iluminados por poesía y pasión.
La luna iluminaba tenuemente los paisajes, dando a todo un tono salvaje y libre, perdido en el grito de las estrellas fulgurantes intentando hacerse un hueco entre la noche, pero era imposible, mis ojos sólo se fijaban en ella, mi mirada era ella. Ella era el cielo y todas las estrellas, era cada tenue rosa del rosal, era mi pluma, mi sonrisa, era el amor personificado, era sobre todo lo que escribía; era ella, y la había encontrado.
Su blanco rostro albino acariciado por su pelo negro, confundible con el cielo, era iluminado por la luna, en un canto a la belleza que ni el más hermoso de los poemas jamás escrito podría describir lo que mis ojos de pobre mortal estaban viendo.
-Bueno, Señor poeta, ¿sería capaz de deleitarme improvisadamente con sus versos?
-Eso es algo demasiado fácil teniendo a tal musa delante.
-Sorpréndame.
Estallé.
Mis latidos eran mil gritos de pasión, todo lo que salía de mi boca, era ella, no podía describir las estrellas sin mencionar que ella era más brillante que todo el firmamento. No podía mencionar una rosa sin decir que ni todo el rosal junto haría justicia a su belleza. No podía describirla, la perfección, es simplemente perfecta.
-Vaya, me halagáis en exceso con vuestras palabras.
-Palabras hermosas para una hermosa dama.
-Maldito romántico embaucador.
Me miraba, con una sonrisa pícara, pero más dulce que cualquier manjar, y más suave que cualquier nube.
-Bueno, señor “conquistador” de mujeres, ¿Cómo se declararía usted a su amada?
-Con la demostración más pura de mi alma.
-Demuéstrelo, entonces.
Me paré en medio del tiempo, abrí al silencio en forma de sonrisa, dejé a mi alma perderme en sus ojos, y me solté.
-Te amo en verso, en prosa y en viento;
 te amo en luz, y te amo lento,
 pero te amo,
 como sólo podría decírtelo el viento.
Ahí empezó, su atónita y palpitante mirada lo decía todo. Su piel se erizaba, los sentimientos surgían, y jamás habría podido imaginar que un día conocería lo que es la vida.
Empecé a escribir los versos más hermosas que jamás había escrito, y todo era sobre ella. Al fin había conocido el amor. No paraba de escribir, no podía parar de escribir. Cada noche miraba al gran astro nocturno, y la veía a ella, veía su blanca tez iluminada por la tenue y azulada luna. Escribía toda la noche y dormía durante el día, no hacía más que escribir, para tener otro libro de éxito, y volver a verla, esperando como la noche espera el primer rayo de sol, al final de las escaleras, en un banco de mi jardín, en el más recóndito de los rincones.
Tras cada nueva publicación, hacía una nueva fiesta, y ella volvía a aparecer.
Magia y poesía salían de mi boca al unísono cada vez que tenía el honor de contemplarla. Baile tras baile, encadenados por las más poéticas e intrincadas conversaciones, sentía como mi fría y muerta alma iba resurgiendo en una llamarada.
No sé si era amor, o era ella trepando en la noche de mis entrañas, pero desde luego, por primera vez, me hizo sentir vivo más allá de las palabras.
Estábamos conectados, por miradas, por versos, por gestos, por notas en el piano. Da igual cómo, pero necesitábamos estarlo. Era como si ella estuviera al borde de un acantilado y yo en el fondo del abismo, ambos éramos la cuerda del otro. Era una relación tan complementaria y tan perfectamente imperfecta, que el ideal amor de todos mis relatos, se quedaba en una triste hogaza de lo que en verdad era ese sentimiento.
Poco a poco, mi independencia iba desapareciendo para convertirse en carencia, la carencia de su ausencia. Todas las noches que pasaba escribiendo sin tener más que un triste reflejo de su piel en la nocturna luz que atravesaba mi ventana, se empezaron a volver locura. La ansiaba, la necesitaba, y tardaba demasiado en verla. Sin su presencia, no tenía más que una desgarradora locura que decía a gritos su nombre, como un violento silencio en mi mente.
Tenía que hacerlo, necesitaba pasar hasta mi último y agonizante segundo con ella. Sólo con ella.
La iba a pedir matrimonio, una noche tan bella como la primera. Había publicado mi último libro, basado en nuestra historia, y ese mismo día antes de verla, escribí el poema más hermoso jamás escrito para declarar mi deseo de su presencia ante mis ojos al despertar cada mañana.
Todo era perfectamente imperfecto, como la primera vez que nos vimos. Saludé a todos los invitados, pedí a mi joven pianista la misma pieza de Beethoven, alcé la cabeza, y la vi. Entrando por la puerta grande, bajo la expectación de todos los presentes.
Todo era igual que la primera vez, pero esa noche, era más bella que ninguna.
Envuelto en el máximo estado de felicidad, crucé la sala en un paso para recibirla como sólo ella puede ser recibida.
Rápidamente nos evadimos del mundo, pues si eso era el mundo, que nos digan a nosotros qué éramos el uno para el otro.
La luna la hacía brillar más que todo el infinito firmamento, su voz era más suave que cualquier mágica melodía, y su belleza… Que Dios haga reescribir el significado de belleza y ponga una imagen suya.
No parábamos de hablar, éramos la inspiración del otro, sólo había palabras enamoradas de personas, y algún que otro silencio dulcemente provocado por sus labios.
Estábamos tan perdidos en las miradas del otro, que acabamos perdidos por la ciudad, y en ese momento, rodeados por la magia que unía y separaba nuestros latidos, supe que había llegado la hora. En el lugar más alto de todo Londres, bajo la cuna de la luna y con toda la ciudad a nuestros pies, dejé volar todo mi alma por mi boca, hasta llegar a la más profunda coraza de su ser.
-Si del cielo fuera dueño, ni creando millones de estrellas podría conseguir el brillo eterno de tu sonrisa.
Si la tierra fuera mía, ni aun haciendo florecer los más hermosos paisajes podría igualarse a tu abrumadora, auténtica y natural belleza.
Si del universo fuera rey, no podría ampliarlo lo suficiente como para contener todo el amor que mi corazón retiene.
Evelyn, en tu ausencia muere mi alma y la revives cada vez que conmigo cruzas la mirada. No quiero que mi alma muera cada noche, pero me encantaría cruzarme con tu mirada cada vez que el sol llame a mi ventana.
-Yo…
-¡Señorita Evelyn! Al fin la encuentro, siento interrumpir su conversación con el caballero, pero ha ocurrido algo terrible, señorita.
-Jhon, ¿ Qué ha ocurrido?
-Su padre…
En ese momento, sentí como el universo se volcaba en mi cabeza. Jhon, mi mayordomo, venía para comunicarle que su padre había fallecido.
Todo se había roto en ese momento, y la realidad nos cortaba con sus pedazos. ¿La muerte siempre tiene que interrumpir el amor?
Salimos corriendo hacia la mansión, donde ya había llegado la noticia. La llevé a mi cuarto y pedí a Jhon que nos trajera un té. Intenté calmarla, pero la abrumadora noticia había hecho que todas mis palabras quedaran en sordos e inservibles murmullos.
A pesar de mis consejos, partió esa misma noche hacia su casa para dar la última despedida a su padre, aunque ya no pudiera oírle.
La locura tomó posesión de mi cuerpo, había perdido mi oportunidad, y eso jamás me lo perdonaría.
Escribía noche y día para volver a verla, intentarlo de nuevo, sin que ninguna triste pintura tiñera nuestros corazones, pero ahora todos mis versos estaban empapados de una triste realidad.
Al fin logré publicar una nueva y exitosa obra, invité a todos esos burgueses, lo preparé todo de nuevo como el primer día.
Al llegar los invitados, crucé de punta a punta de la sala para saludarles con la más verdadera de las sonrisas, pues sabía que a partir de ese día, no se volvería a borrar de mi rostro.
Me acerqué a pedirle de nuevo aquella pieza a mi joven pianista, al cual hoy había vestido con las mejores galas que me permitió mi bolsillo.
Todo era perfecto, menos por ella. El muchacho tocó la pieza, y otra, y otra. Canción tras canción mi ansiedad aumentaba. No llegaba, ¿por qué no llegaba? Mejor tarde que nunca, se suele decir, pero esta vez, no llegó tarde.
El sonido de la puerta irrumpía en mi salón, pero mi alegría rápidamente se convirtió en incomprensión cuando vi aparecer a Jhon por la puerta, acercándose a mi.
Su mirada triste apenas se asomaba por su sombrero, era incapaz de mirarme a los ojos, y no comprendí el por qué hasta que de su boca salieron las más horribles palabras que jamás había oído.
-Señor… Lo lamento, pero la señorita Evelyn no aparecerá ésta noche…
-¿Qué ha ocurrido, Jhon?
-La señorita… Bueno, de camino hacia su mansión, hubo un desprendimiento de tierra debido a la fuerte tormenta, con tan mala suerte que fue a parar a su carruaje y…
Estallé, en cólera, en tristeza, en agonía, en demencia. No sé en qué, pero estallé.
Arrodillado, escuchando el sonido de mi copa rompiendo contra el suelo, al igual que yo me rompía contra la realidad. Lancé un grito de dolor, como si mil lanzas se clavaran en mi pecho. Entre lágrimas y carrascosos gritos eché a toda esa escoria burguesa de mi casa, subí agonizando a mi cuarto, tropezando con todo lo que hubiera en mi camino.
Me encerré en la habitación y empecé a escribir, a ahogar mis gritos en papel, a ocultar mi dolor entre párrafos, esperando que mis letras la hicieran revivir. Sólo miraba a la luna, a mi luna, la que un día fue testigo del único amor verdadero que mi vida pudo contemplar. Escribía y escribía, porque era lo único que sabía hacer. ¿Qué era sin ella? ¿Cómo podría continuar sin ella? No era nada, el mundo se había caído, ¿por dónde iba a continuar?
Durante dos semanas no salí de mi habitación, escribía día y noche mientras no paraba de llorar. Mi cuerpo estaba inundado de tristeza, porque mi alma se había ido con ella, pero yo seguía esposado a la vida terrenal.
Jhon me dejaba comida en mi puerta, pero no tenía tiempo de comer, tenía que escribir, escribir para ella. Aún tenía la esperanza de que en la próxima fiesta de mi nuevo libro, la volvería a ver mientras sonaba aquella pieza de Beethoven.
Mi agonía se expresaba en mi irregular y tambaleante letra, mis palabras estaban empapadas con toda mi tristeza, y yo, sentía que iba a hacer un nuevo océano con mis lágrimas.
El insomnio me dominaba, la locura era mi guía, pero en mi rostro, jamás se volvió a ver una sonrisa.
Presa del sueño, a la tercera semana desfallecí sobre uno de los múltiples poemas con los que había llenado mi habitación. El sueño era como una muerte temporal, y entonces,  pude verla. Resonaba en mi cabeza como una voz lejana.
-Si el amor fuera ideal, y la vida no fuera una tragedia, la muerte sería el canto más romántico.

En ese momento, se abrió la puerta de mi cuarto, lo cual es extraño, ya que me había encerrado en ella, y sólo yo tenía la llave.
-Señor, los invitados han llegado.
-Jhon, ¿dónde está Evelyn?
-¿Evelyn? Señor, no conozco ninguna Evelyn.
-Claro que si, mis 5 últimos libros sólo hablan de ella, la chica que conocí en la fiesta del 8 de Octubre, ¿ no la recuerdas?
-Señor, hoy es 8 de Octubre, es la fiesta por el éxito de su último trabajo.
Me levanté sobresaltado, ¿qué había pasado? Miré a mi alrededor, ninguno de los libros que escribí para ella estaban, tampoco nada de lo que había escrito esas agonizantes tres semanas. No había ningún rastro de ella.
-Señor, creo que sólo ha tenido un mal sueño.
Un sueño, era todo lo que había sido, un simple sueño. Era de extrañar que tan bella perfección pudo haber sido obra de la realidad. El amor es algo tan bello, fantasioso e inestable, que sólo puede ser un sueño, que se rompe con el trágico alba de la realidad.

¿Y si la realidad es el sueño?