jueves, 30 de agosto de 2018

Barruzales

Soledad, suave sin sentido que sesea con la marea. Truenos, trepidantes y truculentos gañidos, la furia contra el muro.

La brecha en la voluntad inquebrantable.

El movimiento infinito, el efímero tiempo, la fugacidad de los sueños. Las precarias alegrías.

No hay arreglos para nuestros destrozos, nos cosimos tantas veces los remaches que ya no queda hilo en el carrete, ni aguja que se hunda en tu piel. El mar te ha hecho escamas con la sal que le echabas a tus heridas. Y a mí, me ha dejado clavadas aún las astillas de todos mis naufragios.

Cuando creí encontrar en ti un faro, me hundí los pies en tu tierra firme. Me dijiste que yo hice barro de las piedras que solías ser. Y yo ingenuo de mí me aferré a todos los grumos que encontraba, pensando que esos breves y escasos momentos me mantendrían a flote. Pensaba que tú, recompuesta, volverías a ser mi nación, que volverías a poner la libertad bajo mis pies, pero me ahogué en tus terrenos, me echaste de nuevo a la mar, y sólo me sacaron a flote mis penas. Guardé en una caja de zapatos un puñado de tierra del continente que fuiste, de la inmensidad que conquistaste tú, cuando pusiste pie en mi tierra firme.


Aunque en el fondo, yo nunca he sido más que tormentas.


Y ahora que he hecho del mar un desierto, trago la arena para sentirme pleno. Ya no ansío frondosos bosques ni vastas montañas, me doblego ante un par de nubes y ligeras lloviznas, con tal de no afrontar por un instante aquel sol que derrite mis sentidos, y que me quita las ganas de ser quien soy, y quien he sido.

No encuentro ningún oasis en mi nada existencial, pero me sigo ahogando en todo lo que no ha existido, en ecos de un futuro que nunca tuvo una puerta a mi alcance. Me he rebelado contra un sino incierto, contra la pared indestructible del mundo; le grité a un dios inexistente que nunca escucha, exigiendo justicia para alguien que sólo sabe hundir su propio barco. He buscado en mí y en otros pozos una lección magistral que adoctrine a mi salvaje bomba de latidos, para saber seguir el tempo y aprender a bailar sin los oídos, que estos ya me han traicionado en otros tiempos. He puesto las expectativas a la altura de los talones, a sabiendas ya de que si se me suben, no me quedan alas para alcanzarlas, pero aún así, no soy capaz de escalar hasta ellas.

Dejaste vacío mi tarro de posibilidades, te quedaste todo lo que guardaba en mi cajón, y yo te lo regalé con gusto, aunque nunca fue suficiente y siempre alzabas el busto, en busca de algo más. Nunca te bajé las estrellas, por mucho que hablara con ellas, me replicaban el gesto, argumentando que esto no era más que fugaz. Debatí esa teoría hasta la saciedad, eruditos y maestros ya anunciaban mi derrota, pero yo no lo sentí hasta que tú, sin estar rota, confirmaste que era la verdad. El primero en llegar nunca será el último en quedarse, me anunciaste, y yo sin remedio, sin tener más parches ni puntos de sutura, me marché con la brújula rota. Pero aunque la espesura cubra los caminos y me caiga de los precipicios a escalar, siempre te diré: 

gracias por la tragedia,

Pero no voy a dejar de caminar.


miércoles, 7 de febrero de 2018

Banderas Blancas

El silencio; la conclusión final de mis desiertos de tinta, que antaño fluían por mis manos y mis pensamientos como si no perteneciesen a ningún otro lugar. En mi cementerio de palabras particular mueren los versos que nunca llegué a escribirle a la vida, las ganas que nunca supe aprovechar, las odas a una persona o un lugar. Han caído vacíos los vasos que llenaban mi sed, se han estrellado contra el suelo, inertes, en incontables e irrecuperables pedazos. Ya no sé recomponerme. La culpa gotea en mis manos, y el vacío consume mis entrañas, lo único que aún me hacía parecer lleno. He plantado una bandera blanca en medio de la tierra, he aceptado la fatalidad de la vida y sus consecuencias, el hecho innegable de que hay nudos que no podemos deshacer, y gargantas que no son capaces de decir verdades. Planto mis pies en el suelo ante la visión de un cielo derrumbado, de un sueño tardío en un mundo inalcanzable.

Las bombas resuenan demasiado alto.

Las nubes se convierten en ataúdes de cuarzo, los ecos de guerras pasadas retumban en mi pecho como metralla. Acepto el hundimiento de mi titánico corazón. Ya no busco el sol entre las ramas, me deslumbra la brillantez de vidas completas ante la necedad de mis actos. Busco entre la lluvia la comprensión y la metáfora de un ser sin forma que sólo puede caer; desde la cima hasta los pies, un redundante desperdicio en cada bocanada.

Si bien no he sido negligente, tampoco consecuente, las suelas de mis zapatos sólo arrastran el barro por la ciudad. Y en un mar gris de rectángulos pretendo encontrar un recipiente donde retener la marea, calmar la tormenta, y sobrevivir. Pero con una paciencia que nada enmienda, veo restringida mi voluntad; encadenadas mis rarezas, sucumbo a la rutina de la soledad. Y en mi cabeza, aquel ruido que no cesa, ha dejado de sonar; aquella sonata ilesa que me daba ganas de soñar, que me hacía ver compañía en el espejo, que me decía que nunca estaba tan mal. ¡Dejad paso al silencio! Gritaba mi tristeza desde las alcobas de mis pupilas. Un mundo sordo se cernía sobre la melodía, aunque triste, que se escabullía por cada poro. El silencio dijo: ¡No hay aforo! Aquí sólo mando yo. Y poco a poco se cerraron las ventanas del templo que es mi ser, por la puerta escaparon las pocas ganas que quedaban para volver a creer que la existencia, aunque vana, sigue siendo un deber.

Y siento con impotencia el cese de mi importancia, el peso de mi existencia, la caída de mi imperio fatal. Sin más arte ni comedia, sin hacer el amor a medias, sin remiendo a estas costuras, dejo caer el alquitrán. Hundo mis definiciones y emparedo mi razón, con excusa de ser un muro infranqueable el silencio ha tirado la llave de todo lo que un día fueron puertas. ¿Mecanismos de autodestrucción o de defensa?

Esta obra chapucera ya sé quién la firma, han nombrado rey sin votación, pero con mi población a cero, no parece haber opción. Declaro una guerrilla e intento hacer ruido sin mi voz, mi único reclamo es pan y rosas para el alma, dejarlo todo en carne y flor. Y recito ya sin miedo que no ha sido mi elección vaciar mis mares, que los momentos han ido consumiendo todas mis reservas, que ya no soy presa ni cazador, sólo el bosque que observa atento a todo lo que ocurre a su alrededor. Soy todo lo que queda de mí, sin el agua que es para mí la poesía, las emociones y el amor, declaro mi mundo en sequía. Mis pies se han cansado de buscar la solución, y aunque lo poco de mí aún grita: ¡No te rindas, aún no! El reloj replica, las cicatrices escuecen, y el agotamiento pudre la carne.

No busco que me salven porque quizá no vea salvación, pero insisto en la razón de un refugio que reencuentre mi ser en el naufragio que sufro para quizá reaprender a construir un barco más fuerte, una torre en tierra firme, un faro que me devuelva mi dirección. Quiero hacer de nuevo retumbar al mundo con el gañido de mi voz, quiero desatar las cuerdas de mis alas y aprender a ver el sol.

Pero yo soy un yunque en mar abierto, y todas las brújulas dicen que he perdido el norte.

lunes, 1 de enero de 2018

Señales del Presente

De nuevo, aceptamos nuestros finales y esperamos impacientes nuestros comienzos. Una vuelta más al reloj, una vuelta más alrededor del sol, otro amanecer en el cielo. Si bien el tiempo tal y como lo conocemos no es más que un concepto o constructo humano, somos conscientes de que los principios y los finales son algo real y presente en cada segundo de nuestra vida.

Si bien cambiar las manecillas no cambia el mundo, quizá sí lo cambien aquellos que las empujan, levantando una vez más el manto de Morfeo del cielo, arrancando colores vivos al horizonte para poder volver a decir “aquí hay luz”. No son los números los que nos hacen cambiar de ideas, los que nos hacen crecer, continuar, transformarnos. Son las ideas las que nos cambian, y somos nosotros quienes a pesar de todo, un día más, seguimos caminando. Nos tomamos la libertad de darnos un respiro, de marcar un momento significativo en el que nos permitimos renovarnos, pensar en el tiempo que hemos vivido y el que nos queda, marcarnos nuevos objetivos, propósitos, fechas. Quitarnos a la vida de encima por un día y pensar que cuando vuelva la luz a nuestras ventanas tendremos una nueva oportunidad para hacer las cosas diferentes. Los colores de levante nos darán la bienvenida y dirán: ¡despierta, vida, hoy puedes ser grande otra vez!  Y los creemos a pies juntillas, porque después de haber pasado de vueltas tantas manecillas, la ilusión es lo único que nos mantiene en pie.  Y hay quienes quieren aprender a volar, asi que unen la ilusión a las ganas y a la persistencia, le dicen al hastío que aquí no hay sitio para su reina de espadas, que de todas esas puñaladas por la espalda, les van a salir alas. Y no habrá quien los pare.

Hay relojes a los que se les ha roto la cuerda, y ya no recuerdan lo que es hoy u ayer, y mucho menos verán lo que podrían ser mañana, pero están ahí para recordarnos que a pesar de ello, todo avanza, que si no se puede arreglar la cuerda, se cambian todas las piezas, y a seguir funcionando.

Y así, se despiden etapas, personas y momentos, empiezan oportunidades y desconocidos que acabarán grabando sus nombres en nuestros recuerdos. Echamos de menos aquellos que un día pensamos que siempre estarían, sacamos defectos y virtudes en un intento de despedida, de aceptar que recordamos todo mejor de lo que fue, y que pensando en frío, quizá incluso esté bien decir adiós de vez en cuando, esperando reencontrarnos de nuevo como dos extraños que tienen esas ganas de volver a conocerse.

La vida pasa entre idas y venidas, finales anunciados con antelación y principios precipitados, cerrando círculos y empezando a trazar líneas que no sabes dónde acabarán. Y yo, después de darle tantas vueltas al mundo, de buscar piezas de puzzle que encajen con mis bordes mellados, mis esquinas, curvas y cuadrados, he sucumbido a aquello que desde el inicio había imaginado. Después de buscar hogares en pechos ajenos donde guardar mi amor, alimentar mis ganas y calmar mi tristeza; de buscar una mirada entre las calles de Madrid que me diga “quédate aquí”; después de buscar mi línea o mi capítulo en libros que yo no he escrito, he aceptado la verdad de que mi sitio está en el camino. Me he rendido al movimiento incesante de un mundo que no permanece igual ni por un instante. He aceptado que lo estático no es parte de mi estética, que un corazón dinámico necesita la fuerza del cambio. Que cualquiera que hable de libertad no pertenece a ninguna jaula. La única convicción que me encadena es la firme creencia de que mi sitio es seguir caminando, mirar al horizonte pensando hasta dónde puedo llegar, creer en Ítaca por encima de cualquier verdad, y aceptar que no llegaré nunca a un lugar al que llamar mío y donde pueda mantener los pies en el suelo. Pertenezco a todos los sitios hasta los que sea capaz de llegar. No soy una definición en un libro, no soy un color fijo, no limito mi ser a lo que ya he aprendido, siempre aspiro a ser algo más que ayer. Siempre aspiro a ser un niño que tiene que aprender. Y con esto digo, que sin rumbo fijo ni destino, llegaré hasta donde me lleven los pies, a bordes de precipicios, hasta que no queden caminos por recorrer, o no pueda dar ni un paso más.

Llegaré hasta donde tenga que llegar, disfrutaré de caminar, de caerme, de cambiar de rumbo y de ciudad, de poner yo el ritmo y el compás, y una vez más,  disfrutaré de todo aquello que se ponga ante mis pies, y de todos aquellos que quieran caminar conmigo, siempre consciente de que la única certeza es el camino.





No pretendo ser nada más allá de mí mismo.