La condena de un poeta
que escribe sobre el amor, es enamorarse de éste y nunca haber sabido lo que
es.
Palabras, versos,
pequeños relatos… Qué bella es la vida de la pluma y el papel cuando tienes una
musa sobre la que escribir, una piel que convertir en verso, un beso que
convertir en la más emocionante de las historias, una caricia que transformar
en la máxima ternura escrita en papel. Qué desdichada la vida del poeta,
enamorado de lo que escribe y sin saber lo que es enamorarse. ¿Cuántos latidos
ardientes de un amoroso deseo han disparado nuestras palabras, y disipado
nuestras esperanzas? Qué triste belleza y qué gran pequeña desdicha. Si las n…
-Señor, sus invitados
han llegado.
-En seguida voy Jhon. Gracias
por avisarme.
-De nada, Señor.
Jhon, mi mayordomo, la
persona más fiel y servicial de todo Londres. Su interrupción es debido a los
invitados que recién han llegado, todos esos malditos burgueses fanfarrones en
busca de dinero y falso aprecio hacia mi arte. Acabo de publicar un nuevo
libro, o mejor dicho, acabo de mostrar un trocito de mi alma en unos cuantos
papeles, sobre mis queridas aventuras y desventuras que nunca tuve en ese
amargo paseo por la vida el cual llaman amor, y todos debemos cruzar en algún
momento, excepto yo, al parecer.
La fiesta era debido al
gran éxito de esa “majestuosa” obra sobre mis amorosos andares inventados.
Pingüinos con trajes de hombre, bellas sedas acariciando la hipocresía de los
ricos traseros de sus mujeres a las cuales engañaban una y otra vez, y, en fin,
todo tipo de disfraces de la burguesía de Inglaterra, se concentraba en el
salón de mi lúgubre casa para sonreír cual estúpidos y felicitarme por escribir
algo que ni si quiera han tenido la dignidad de leer.
Me puse una chaqueta
negra con mi desaliñada camisa, unos pantalones algo más decentes, y, con mi
sobrero de copa tapé todo rastro de inteligencia y emoción que se hallara en mi
cabeza para, por unas horas, convertirme en otro estúpido burgués que va al
teatro sin saber de qué es la obra.
-¡Vaya, aquí está nuestro
poeta enamorado! ¿Qué tal, joven, estabas escribiendo de nuevo?
El Señor Rufus McGregor,
un duque famoso en su zona por sus múltiples numeritos como consecuencia del
alcohol. Un hipócrita más vestido de payaso burgués que pretende caer bien a la
“alta sociedad” para tener buenos afiliados a su negocio. No sé cómo, con
tantos años en esta escena social sigue creyendo que alguno de estos malcriados
burgueses invertiría su asqueroso dinero en rescatar un negocio muerto.
-Vaya, Rufus. Esperaba
que vinieras, y, bueno, ya sabes cómo soy, siempre escribiendo cosas para
pobres. Puedo enseñarte dónde está la bodega, silo deseas, apuesto a que eso te
dejará mejor sabor que un puñado de palabras.
Una sonrisa entre
divertida, risueña, y burlona. Era mi modo de tratar a la burguesía, a todos
les encantaba mi “fantástico humor sarcástico”. Ellos siempre se lo tomaban a
broma, chistes crueles realmente graciosos para ellos, porque así eran ellos,
felizmente crueles. Yo, sin embargo, salía frustrado de todas las conversaciones,
ya que se reían de mi intento de echarles, verbalmente, a patadas de mi casa.
-¡Vaya, vaya, tan
gracioso como siempre! Estar encerrado en esa habitación habrá cambiado tu olor,
pero no tu gran sentido del humor por lo que veo.
-Yo veo que aún no has
cambiado a tu mujer por una botella de Whisky, me alegra, ella me cae mejor.
-¡Ja, ja, ja! No creas
que tardaré mucho, el Whisky se queja menos que ella.
-¡Rufus!
-¡Tranquila mujer,
luego te recompensaré con joyas!
Sus estúpidas mentes
cerradas, raciales y machistas me enfermaban hasta el punto de hacerme plantear
el suicidio, pero qué cosa más suicida que enamorarse, dejarte en manos de otra
persona, caer cual Alicia por su piel, hacer poesía en sus ojos cual Bécquer,
dejar que el barco de Espronceda sea una mujer, y hundirse en el más profundo
lago de su ser. Qué estúpido es enamorarse, no es más que otra forma de morir,
pero he de reconocer que sin duda, es la más dulce.
Bueno, tras esa
“agradable” conversación, proseguí mi camino por mi salón de un extremo al otro
para saludar al resto de hipócritas que hoy hacían de mi amado hogar, un baile
de disfraces y máscaras.
Había venido la
hipocresía de la hipocresía, desde las casas de los Cavendish y los Capell,
pasando por el conde Boyle, los Clifford de Cumberland, el duque de Berwick, Monmouth, Buckingham, y el
conde de Strafford, hasta algunos títulos como Hyde y Cecil.
Tras mi “emocionante”
paseo por aquel baile de disfraces, me paré en medio del salón, entre todos
esos descerebrados que se emborrachaban y disfrutaban a mi costa, y me quedé
intentando hacer mudo el eco de sus vacías voces para deleitar a mis oídos con
una de mis piezas favoritas para piano de Beethoven, interpretado por un joven
al que daba clases gratuitas de piano. El chico tenía un talento asombroso y
aprendía con una rapidez trepidante. Le pagaba por tocar para mi cuando se lo
pidiera. Me gustaba contratar a mucha gente para tareas simples o que a ellos
mismos les gustara, era mi contribución a los pobres, ya que la maltratada clase
obrera o proletariado no tenía necesidad de aguantar los sudorosos y ricos
traseros de los burgueses encima de ellos. Me indignaba sobremanera esa
descompensación en las clases sociales, bueno, me indignan las clases sociales
en sí.
¿Por qué tienen que ser
más privilegiados unos rencorosos falsos que ganan su pan a costa de la
desdicha ajena que unos verdaderamente nobles y humildes trabajadores guiados
por su pasión que no hace ningún mal? ¿Por unos estúpidos papeles con números?
El papel se puede utilizar para cosas mil veces más hermosas que para fabricar
dinero, eso lo único que ha conseguido ha sido guerras, muertes de inocentes,
engaños, y miles de desgracias más guiadas por la avaricia y el frenético ansia
de poder. Las injusticias era algo que me quitaba el sueño, pero no más que el
hecho de que dormiré solo el resto de mis días escribiendo sobre lo hermoso que
es dormir abrazado a quien amas.
El baile de disfraces
continuaba, aunque para mi el tiempo se había parado en aquella pieza de
Beethoven. Al terminar, me acerqué al muchacho pianista para pedirle una de las
canciones que yo le había enseñado. Perdido entre las partituras y más aún en
mi pensamiento, por alguna extraña razón, quise levantar la mirada, como si las
musas que golpean mi ventana cada vez que escribo, estuvieran levantando ahora
mi cabeza.
Entonces, la vi.
Por un momento vi todas
mis historias y todos mis versos escritos en una piel de marfil, blanca,
delicada, y tan bella que pareciera que Miguel Ángel se apareció por gracia
divina, esculpirla ante mis ojos. Sus ojos, tan profundos y en verso… Bécquer
habría cambiado su pupila azul por aquellos ojos. Sus ojos gritaban con dulzura
la pasión que su boca escondía, unos labios tentadores, que ni la mismísima
Afrodita podría si quiera llegar a imaginar. Una figura tan esbelta, curva y
perfecta, que Dios sólo soñaría con imaginar. No sabía quién era, pero al mismo
tiempo sentía como si la conociera de siempre. Es pintura, arte y escultura, es
poesía, es mi prosa, es mi tinta, es mis versos.
Era ella, a quien
escribía todos mis cuentos, de la que mil veces me enamoraba en mis poemas. Era
sobre quien escribía, y ni si quiera sabía quién era.
Me perdí en la
inmensidad oscura y brillante de sus
profundos ojos marrones mientras caminaba en su dirección. No me miraba,
pero me estaba pidiendo a gritos que la conociera.
-Buenas noches,
señoritas.
-¡Vaya, el señor poeta
aparece al fin!
- Siento mi tardanza,
Señora Clifford.
-Oh, tranquilo, seguro
que estabas perdido otra vez entre tu embelesadora poesía.
La Señora Clifford, una
de las pocas que merecía la pena. Ella nunca ha leído mis libros ni mis poemas,
no sabe leer, es de familia pobre, y gracias a un acuerdo con su tío, se casó
con el Señor Clifford, el duque de Cumberland.
Es una mujer sencilla,
divertida y que me trata como si fuera su hijo, también lucha por la clase
obrera, supongo que es la única razón por la que sigo invitando a la burguesía
a mi casa, en algunos aún hay esperanza.
-Más que poesía
embelesadora yo diría que es un canto triste al amor.
-¡Oh, se me olvidaba!
Querido, ésta es Evelyn.
Evelyn, hasta su nombre
es perfecto.
-Encantado, Evelyn.
Apenas podía articular
palabra, su belleza hacía del silencio la más hermosa de las poesías, pues un
gran cuadro, se admira en silencio.
-Es un placer conocer a
la persona que está detrás de todas las palabras que me enamoraban y me perdían
cada tarde en mi habitación.
-Vaya, ¿has leído mi
libro? Creo que de aquí serás la única, por suerte o por desgracia.
-He leído todos
vuestros trabajos, y la verdad, es tan bello, delicado y romántico, que me
resulta triste.
-¿Por qué la resulta
triste el amor?
-Porque todo lo bonito
es triste, y enamorarse, es una bella tragedia.
De su boca salía mi más
pura poesía, era todo lo que quizá jamás habría llegado a imaginar, era
perfecta, tan perfectamente imperfecta, como el amor.
-Veo que tenemos cosas
en común, señorita Evelyn, pero, dígame, ¿por qué enamorarse ha de ser una
tragedia?
-Imagino que como
escritor y poeta culto habrá leído Romeo
y Julieta.
-Por supuesto, pero no
todos los amoríos terminan en tragedia.
-Entonces, Señor, es
porque aquellos libros, no tuvieron un final.
-¿Cree que todas las
historias terminan en tragedia?
-La vida es una
tragicomedia, puedes reír todo lo que quieras, pero la muerte acabará asolando
a todos, y aún deseando la vida eterna. Sería trágico ver morir a todos los que
un día amaste, pese a que su cuerpo siguiera en pie, su corazón ya habría
muerto.
En ese momento, caí.
Sabía que había caído. Caí en un pozo del que jamás podría salir . Caí en sus
ojos, en su boca, en su piel, en su mirada. Caí en ella, y sinceramente, jamás
querría volver a levantarme.
Esas palabras, su
pesimista alegría, era tan poética que por una vez me enamoraba yo de la
poesía. No oía nada, sólo a ella, el sonido hueco de su presencia esperando una
respuesta. No me importaba nada más, ni si quiera existía nada más, en mi
mundo, sólo estaba ella.
-Jamás podría estar tan
de acuerdo con algo.
-Me agrada vuestra
respuesta, pero he de reconocer que esperaba algún verso de ánimo con carácter
positivo que contraatacara a mi, digamos, pesimista felicidad.
-Si quiere oír versos,
la invito a ver la luna en mis jardines, pues no hay musa más efímera y fiel
que la dulce y misteriosa noche.
-Me encantaría, Señor.
Nos mirábamos, intrigados
el uno por el otro, intentando descubrir lo más oculto de nuestro interior,
pero en aquel momento nuestros ojos estaban iluminados por poesía y pasión.
La luna iluminaba
tenuemente los paisajes, dando a todo un tono salvaje y libre, perdido en el
grito de las estrellas fulgurantes intentando hacerse un hueco entre la noche,
pero era imposible, mis ojos sólo se fijaban en ella, mi mirada era ella. Ella
era el cielo y todas las estrellas, era cada tenue rosa del rosal, era mi
pluma, mi sonrisa, era el amor personificado, era sobre todo lo que escribía;
era ella, y la había encontrado.
Su blanco rostro albino
acariciado por su pelo negro, confundible con el cielo, era iluminado por la
luna, en un canto a la belleza que ni el más hermoso de los poemas jamás
escrito podría describir lo que mis ojos de pobre mortal estaban viendo.
-Bueno, Señor poeta,
¿sería capaz de deleitarme improvisadamente con sus versos?
-Eso es algo demasiado
fácil teniendo a tal musa delante.
-Sorpréndame.
Estallé.
Mis latidos eran mil gritos
de pasión, todo lo que salía de mi boca, era ella, no podía describir las estrellas
sin mencionar que ella era más brillante que todo el firmamento. No podía
mencionar una rosa sin decir que ni todo el rosal junto haría justicia a su
belleza. No podía describirla, la perfección, es simplemente perfecta.
-Vaya, me halagáis en
exceso con vuestras palabras.
-Palabras hermosas para
una hermosa dama.
-Maldito romántico
embaucador.
Me miraba, con una sonrisa
pícara, pero más dulce que cualquier manjar, y más suave que cualquier nube.
-Bueno, señor
“conquistador” de mujeres, ¿Cómo se declararía usted a su amada?
-Con la demostración
más pura de mi alma.
-Demuéstrelo, entonces.
Me paré en medio del
tiempo, abrí al silencio en forma de sonrisa, dejé a mi alma perderme en sus
ojos, y me solté.
-Te amo en verso, en
prosa y en viento;
te amo en luz, y te amo lento,
pero te amo,
como sólo podría decírtelo el viento.
Ahí empezó, su atónita
y palpitante mirada lo decía todo. Su piel se erizaba, los sentimientos
surgían, y jamás habría podido imaginar que un día conocería lo que es la vida.
Empecé a escribir los
versos más hermosas que jamás había escrito, y todo era sobre ella. Al fin
había conocido el amor. No paraba de escribir, no podía parar de escribir. Cada
noche miraba al gran astro nocturno, y la veía a ella, veía su blanca tez iluminada
por la tenue y azulada luna. Escribía toda la noche y dormía durante el día, no
hacía más que escribir, para tener otro libro de éxito, y volver a verla,
esperando como la noche espera el primer rayo de sol, al final de las
escaleras, en un banco de mi jardín, en el más recóndito de los rincones.
Tras cada nueva
publicación, hacía una nueva fiesta, y ella volvía a aparecer.
Magia y poesía salían
de mi boca al unísono cada vez que tenía el honor de contemplarla. Baile tras
baile, encadenados por las más poéticas e intrincadas conversaciones, sentía
como mi fría y muerta alma iba resurgiendo en una llamarada.
No sé si era amor, o
era ella trepando en la noche de mis entrañas, pero desde luego, por primera
vez, me hizo sentir vivo más allá de las palabras.
Estábamos conectados,
por miradas, por versos, por gestos, por notas en el piano. Da igual cómo, pero
necesitábamos estarlo. Era como si ella estuviera al borde de un acantilado y
yo en el fondo del abismo, ambos éramos la cuerda del otro. Era una relación
tan complementaria y tan perfectamente imperfecta, que el ideal amor de todos
mis relatos, se quedaba en una triste hogaza de lo que en verdad era ese
sentimiento.
Poco a poco, mi
independencia iba desapareciendo para convertirse en carencia, la carencia de
su ausencia. Todas las noches que pasaba escribiendo sin tener más que un
triste reflejo de su piel en la nocturna luz que atravesaba mi ventana, se
empezaron a volver locura. La ansiaba, la necesitaba, y tardaba demasiado en
verla. Sin su presencia, no tenía más que una desgarradora locura que decía a
gritos su nombre, como un violento silencio en mi mente.
Tenía que hacerlo,
necesitaba pasar hasta mi último y agonizante segundo con ella. Sólo con ella.
La iba a pedir
matrimonio, una noche tan bella como la primera. Había publicado mi último
libro, basado en nuestra historia, y ese mismo día antes de verla, escribí el
poema más hermoso jamás escrito para declarar mi deseo de su presencia ante mis
ojos al despertar cada mañana.
Todo era perfectamente
imperfecto, como la primera vez que nos vimos. Saludé a todos los invitados,
pedí a mi joven pianista la misma pieza de Beethoven, alcé la cabeza, y la vi.
Entrando por la puerta grande, bajo la expectación de todos los presentes.
Todo era igual que la
primera vez, pero esa noche, era más bella que ninguna.
Envuelto en el máximo
estado de felicidad, crucé la sala en un paso para recibirla como sólo ella
puede ser recibida.
Rápidamente nos
evadimos del mundo, pues si eso era el mundo, que nos digan a nosotros qué
éramos el uno para el otro.
La luna la hacía
brillar más que todo el infinito firmamento, su voz era más suave que cualquier
mágica melodía, y su belleza… Que Dios haga reescribir el significado de
belleza y ponga una imagen suya.
No parábamos de hablar,
éramos la inspiración del otro, sólo había palabras enamoradas de personas, y
algún que otro silencio dulcemente provocado por sus labios.
Estábamos tan perdidos
en las miradas del otro, que acabamos perdidos por la ciudad, y en ese momento,
rodeados por la magia que unía y separaba nuestros latidos, supe que había
llegado la hora. En el lugar más alto de todo Londres, bajo la cuna de la luna
y con toda la ciudad a nuestros pies, dejé volar todo mi alma por mi boca,
hasta llegar a la más profunda coraza de su ser.
-Si del cielo fuera
dueño, ni creando millones de estrellas podría conseguir el brillo eterno de tu
sonrisa.
Si la tierra fuera mía,
ni aun haciendo florecer los más hermosos paisajes podría igualarse a tu
abrumadora, auténtica y natural belleza.
Si del universo fuera
rey, no podría ampliarlo lo suficiente como para contener todo el amor que mi
corazón retiene.
Evelyn, en tu ausencia
muere mi alma y la revives cada vez que conmigo cruzas la mirada. No quiero que
mi alma muera cada noche, pero me encantaría cruzarme con tu mirada cada vez
que el sol llame a mi ventana.
-Yo…
-¡Señorita Evelyn! Al
fin la encuentro, siento interrumpir su conversación con el caballero, pero ha
ocurrido algo terrible, señorita.
-Jhon, ¿ Qué ha
ocurrido?
-Su padre…
En ese momento, sentí
como el universo se volcaba en mi cabeza. Jhon, mi mayordomo, venía para
comunicarle que su padre había fallecido.
Todo se había roto en
ese momento, y la realidad nos cortaba con sus pedazos. ¿La muerte siempre
tiene que interrumpir el amor?
Salimos corriendo hacia
la mansión, donde ya había llegado la noticia. La llevé a mi cuarto y pedí a
Jhon que nos trajera un té. Intenté calmarla, pero la abrumadora noticia había
hecho que todas mis palabras quedaran en sordos e inservibles murmullos.
A pesar de mis
consejos, partió esa misma noche hacia su casa para dar la última despedida a
su padre, aunque ya no pudiera oírle.
La locura tomó posesión
de mi cuerpo, había perdido mi oportunidad, y eso jamás me lo perdonaría.
Escribía noche y día
para volver a verla, intentarlo de nuevo, sin que ninguna triste pintura tiñera
nuestros corazones, pero ahora todos mis versos estaban empapados de una triste
realidad.
Al fin logré publicar
una nueva y exitosa obra, invité a todos esos burgueses, lo preparé todo de
nuevo como el primer día.
Al llegar los
invitados, crucé de punta a punta de la sala para saludarles con la más
verdadera de las sonrisas, pues sabía que a partir de ese día, no se volvería a
borrar de mi rostro.
Me acerqué a pedirle de
nuevo aquella pieza a mi joven pianista, al cual hoy había vestido con las
mejores galas que me permitió mi bolsillo.
Todo era perfecto,
menos por ella. El muchacho tocó la pieza, y otra, y otra. Canción tras canción
mi ansiedad aumentaba. No llegaba, ¿por qué no llegaba? Mejor tarde que nunca,
se suele decir, pero esta vez, no llegó tarde.
El sonido de la puerta
irrumpía en mi salón, pero mi alegría rápidamente se convirtió en incomprensión
cuando vi aparecer a Jhon por la puerta, acercándose a mi.
Su mirada triste apenas
se asomaba por su sombrero, era incapaz de mirarme a los ojos, y no comprendí
el por qué hasta que de su boca salieron las más horribles palabras que jamás
había oído.
-Señor… Lo lamento,
pero la señorita Evelyn no aparecerá ésta noche…
-¿Qué ha ocurrido, Jhon?
-La señorita… Bueno, de
camino hacia su mansión, hubo un desprendimiento de tierra debido a la fuerte
tormenta, con tan mala suerte que fue a parar a su carruaje y…
Estallé, en cólera, en
tristeza, en agonía, en demencia. No sé en qué, pero estallé.
Arrodillado, escuchando
el sonido de mi copa rompiendo contra el suelo, al igual que yo me rompía
contra la realidad. Lancé un grito de dolor, como si mil lanzas se clavaran en
mi pecho. Entre lágrimas y carrascosos gritos eché a toda esa escoria burguesa
de mi casa, subí agonizando a mi cuarto, tropezando con todo lo que hubiera en
mi camino.
Me encerré en la
habitación y empecé a escribir, a ahogar mis gritos en papel, a ocultar mi
dolor entre párrafos, esperando que mis letras la hicieran revivir. Sólo miraba
a la luna, a mi luna, la que un día fue testigo del único amor verdadero que mi
vida pudo contemplar. Escribía y escribía, porque era lo único que sabía hacer.
¿Qué era sin ella? ¿Cómo podría continuar sin ella? No era nada, el mundo se
había caído, ¿por dónde iba a continuar?
Durante dos semanas no
salí de mi habitación, escribía día y noche mientras no paraba de llorar. Mi
cuerpo estaba inundado de tristeza, porque mi alma se había ido con ella, pero
yo seguía esposado a la vida terrenal.
Jhon me dejaba comida
en mi puerta, pero no tenía tiempo de comer, tenía que escribir, escribir para
ella. Aún tenía la esperanza de que en la próxima fiesta de mi nuevo libro, la
volvería a ver mientras sonaba aquella pieza de Beethoven.
Mi agonía se expresaba
en mi irregular y tambaleante letra, mis palabras estaban empapadas con toda mi
tristeza, y yo, sentía que iba a hacer un nuevo océano con mis lágrimas.
El insomnio me
dominaba, la locura era mi guía, pero en mi rostro, jamás se volvió a ver una
sonrisa.
Presa del sueño, a la
tercera semana desfallecí sobre uno de los múltiples poemas con los que había
llenado mi habitación. El sueño era como una muerte temporal, y entonces, pude verla. Resonaba en mi cabeza como una
voz lejana.
-Si el amor fuera
ideal, y la vida no fuera una tragedia, la muerte sería el canto más romántico.
En ese momento, se
abrió la puerta de mi cuarto, lo cual es extraño, ya que me había encerrado en
ella, y sólo yo tenía la llave.
-Señor, los invitados
han llegado.
-Jhon, ¿dónde está
Evelyn?
-¿Evelyn? Señor, no
conozco ninguna Evelyn.
-Claro que si, mis 5
últimos libros sólo hablan de ella, la chica que conocí en la fiesta del 8 de
Octubre, ¿ no la recuerdas?
-Señor, hoy es 8 de
Octubre, es la fiesta por el éxito de su último trabajo.
Me levanté sobresaltado,
¿qué había pasado? Miré a mi alrededor, ninguno de los libros que escribí para
ella estaban, tampoco nada de lo que había escrito esas agonizantes tres
semanas. No había ningún rastro de ella.
-Señor, creo que sólo
ha tenido un mal sueño.
Un sueño, era todo lo
que había sido, un simple sueño. Era de extrañar que tan bella perfección pudo
haber sido obra de la realidad. El amor es algo tan
bello, fantasioso e inestable, que sólo puede ser un sueño, que se rompe con el
trágico alba de la realidad.
¿Y si la realidad es el
sueño?