Sí, bailemos otra vez. En silencio, despacito, como
si supiéramos bailar. Pero a quién coño le importan los pasos cuando me das la
mano y te agarro la cintura. A quién coño le importa el ritmo o la música
cuando me miras a los ojos, y te balanceas, como si fuera un hechizo de esos en
los que no crees, y te caes en mi hombro pisándome los pies.
Pegadas, con la música haciéndonos caricias, con tu
cuerpo caído sobre el mío y tu alma bien erguida. Susurro todas las canciones
en tu cuello para que se te graben en la piel a fuego. De ese que nos gusta. Tu
fuego.
En círculos, cuadrados, de un lado a otro y
chocándonos con todo lo que podamos. A quién le importan los pies cuando tus
labios son mis alas. A quién le importa el suelo cuando caes en picado. Y te
arrancas de golpe el corazón cuando te digo otra vez que te quiero.
Nos estrellamos, caemos. A quién le importa el golpe
cuando estuvimos en el cielo.
Voy a empezar de nuevo.
Me agarras, me miras, me confundo de pie. Te piso,
te giras, y a mi hombro otra vez.
Sé que no necesitas otro soporte que no sean tus
pies. Que tienes más brazos que los míos. Que hay besos que saben mejor. Y
escenas con mejor reparto. Pero en ciertos momentos me eliges. Te quedas. Me
dices que es por siempre. Y te vas.
Me dejas en la sala de espera mientras tomas tu
decisión, de si seguir en tu guerra o terminar de bailar la canción.
Voy a empezar de nuevo.
Anhelas en las calles que no conoces recuerdos que
no has vivido. Levantas la cabeza, mirando edificios, intentando encontrar tu
pequeño vicio. Y vuelves a perderte en tus sombras cuando te ofrecen un
festival de luces. Vuelves a tus reflejos, a tus espejos, y los rompes.
Otra vez.
Pero no te escondes. Te quedas. En tus recuerdos, en
medio del camino, en el recorrido. Pero nunca te quedas conmigo. Vuelves, te
vas, te evades, te deseas. Nunca me deseas. Te pierdes, te encuentras, dudas,
preguntas, incógnitas y respuestas.
No soy la respuesta que buscabas.
Te miras, me miras, dudas y vuelves otra vez. A
perderte en el camino de la indiferencia, esperando que todo ocurra por obra de
algo en lo que no crees.
No crees ni en ti misma.
Enciendes el mechero, ardes, explotas, te quemas a
pesar de ser tu propio fuego y te exhalas. Eres un cigarro eterno.
Pero el tiempo nos entumece, nos hiela y nos
congela, y tú ni tienes combustible, ni ceniza ni pena suficiente para
sobrevivir todos los inviernos. Así que buscas otro calor. El calor humano, de
la expresión, del arte, de la liberación.
Me llamas cobarde mientras te alejas corriendo.
Pero no evitas que me hunda, que me siga hundiendo.
Yo no soy como el fuego.
Y te cansarás de esperar a que se prenda la hoguera.
Si sólo me quedan cerillas y una vida vieja, unas fotos en el tablón, unos
fantasmas que enmarcar y tantas cosas que, todavía, no puedo matar.
Y al final me quemas.
No puedo arrojar mi vida entera a tu hoguera si tu
no te atreves ni a chiscar el mechero conmigo. Si no hay incendio no hay
camino.
Voy a empezar de nuevo.
Me enciendo el cigarrillo y me apago mientras veo un
extremo brillar. Te pienso, me enciendo, y me congelo. Se ha terminado la
canción y tú te has cansado de bailar, así que voy a cambiar de disco.
Me das la mano, te agarro de la cintura, doy un
paso, y me vuelvo a equivocar. Te susurro las letras de lo que jamás te he
escrito, te entumeces otra vez, tu cuerpo sobre el mío bailando una vez más. Y
dos almas paradas en el tiempo, en una habitación a oscuras con una tenue luz
azul que sólo alumbra nuestras locuras, me dejo caer una vez más. Y caigo en
picado, entre todos tus sueños, vicios y virtudes. Entre todo lo que me encanta
y nunca podré odiar. Caigo en tu piel, tus labios y tus ojos. Caigo en tu forma
de bailar. Y me estremezco y siento celos, de que la música te haga sentir más
de lo que yo podré hacer jamás. Pero es normal.
Dale otra calada a tus anhelos, me levanto antes de
soñar, me das la mano, te agarro de la cintura, y volvemos a bailar. Doy un
paso, y me equivoco de nuevo.
Voy a empezar de nuevo.