Venga, nos conocemos. Tú corres y yo te persigo, como
en los viejos tiempos, como si realmente pudieras huir de mí. Como si realmente
pudieras huir de algo.
Vamos, una y otra vez. Correr detrás de fantasmas.
Perseguir el amanecer, como si realmente pudieras hacer de ese día algo eterno.
Te marchitas sobre el terreno que no has pisado. Te
clavas tus propias espinas. Pero no eres una rosa, sólo eres una zarza.
Venenosa, dolorida, simple, fea, vacía. Pero sigues pensando que un día vas a
florecer, o a convertirte en árbol. Como si desear, soñar, y querer sirviera de
algo.
Alzas tu bandera, te rindes, te hundes. Te levantas,
y lo intentas.
Sigues corriendo en círculos en medio de ninguna
parte.
Y quizá sea mejor no tener un destino fijo, una
meta, un objetivo. Seguir la carrera hasta que no quede de ti ni el recuerdo.
Ver hasta dónde llegas.
Cómo quieres llegar tan lejos si ni si quiera has
empezado a gatear.
Eres el suelo sobre el que todos corren, se caen y
se apoyan. Eres la piedra con la que todos tropiezan. Eres el mar en el que
todos se ahogan. Eres los ojos en que todos se miran. Y a ti, quién te ahoga,
quién te mira, quién te tropieza y te sostiene.
Ya no ves la salida, y sigues persiguiendo la luz al
final del túnel. Tu confusión de laberinto, tu complejo de accidente. El error
de decir que estás vivo cuando eres hermano de la muerte.
Decadente. Triste llama incandescente. Tu hoguera se
apagó hace muchos inviernos. Ya no eres como el fuego, pero aún así te quemas.
Vuelves, huyes, te vas y te quedas. Nómada de tu
propia vida, personaje de relleno en tu propio cuento.
Venga, nos conocemos. Yo corro y me persigo, como si
aún pudiera huir de mí mismo.
Como si aún pudiera huir de algo.