De nuevo, aceptamos nuestros finales y esperamos impacientes
nuestros comienzos. Una vuelta más al reloj, una vuelta más alrededor del sol,
otro amanecer en el cielo. Si bien el tiempo tal y como lo conocemos no es más
que un concepto o constructo humano, somos conscientes de que los principios y
los finales son algo real y presente en cada segundo de nuestra vida.
Si bien cambiar las manecillas no cambia el mundo, quizá sí
lo cambien aquellos que las empujan, levantando una vez más el manto de Morfeo del
cielo, arrancando colores vivos al horizonte para poder volver a decir “aquí
hay luz”. No son los números los que nos hacen cambiar de ideas, los que nos
hacen crecer, continuar, transformarnos. Son las ideas las que nos cambian, y
somos nosotros quienes a pesar de todo, un día más, seguimos caminando. Nos
tomamos la libertad de darnos un respiro, de marcar un momento significativo en
el que nos permitimos renovarnos, pensar en el tiempo que hemos vivido y el que
nos queda, marcarnos nuevos objetivos, propósitos, fechas. Quitarnos a la vida
de encima por un día y pensar que cuando vuelva la luz a nuestras ventanas
tendremos una nueva oportunidad para hacer las cosas diferentes. Los colores de
levante nos darán la bienvenida y dirán: ¡despierta, vida, hoy puedes ser
grande otra vez! Y los creemos a pies
juntillas, porque después de haber pasado de vueltas tantas manecillas, la
ilusión es lo único que nos mantiene en pie.
Y hay quienes quieren aprender a volar, asi que unen la ilusión a las
ganas y a la persistencia, le dicen al hastío que aquí no hay sitio para su
reina de espadas, que de todas esas puñaladas por la espalda, les van a salir
alas. Y no habrá quien los pare.
Hay relojes a los que se les ha roto la cuerda, y ya no
recuerdan lo que es hoy u ayer, y mucho menos verán lo que podrían ser mañana,
pero están ahí para recordarnos que a pesar de ello, todo avanza, que si no se
puede arreglar la cuerda, se cambian todas las piezas, y a seguir funcionando.
Y así, se despiden etapas, personas y momentos, empiezan
oportunidades y desconocidos que acabarán grabando sus nombres en nuestros
recuerdos. Echamos de menos aquellos que un día pensamos que siempre estarían,
sacamos defectos y virtudes en un intento de despedida, de aceptar que
recordamos todo mejor de lo que fue, y que pensando en frío, quizá incluso esté
bien decir adiós de vez en cuando, esperando reencontrarnos de nuevo como dos
extraños que tienen esas ganas de volver a conocerse.
La vida pasa entre idas y venidas, finales anunciados con
antelación y principios precipitados, cerrando círculos y empezando a trazar
líneas que no sabes dónde acabarán. Y yo, después de darle tantas vueltas al
mundo, de buscar piezas de puzzle que encajen con mis bordes mellados, mis
esquinas, curvas y cuadrados, he sucumbido a aquello que desde el inicio había
imaginado. Después de buscar hogares en pechos ajenos donde guardar mi amor,
alimentar mis ganas y calmar mi tristeza; de buscar una mirada entre las calles
de Madrid que me diga “quédate aquí”; después de buscar mi línea o mi capítulo
en libros que yo no he escrito, he aceptado la verdad de que mi sitio está en
el camino. Me he rendido al movimiento incesante de un mundo que no permanece
igual ni por un instante. He aceptado que lo estático no es parte de mi estética,
que un corazón dinámico necesita la fuerza del cambio. Que cualquiera que hable
de libertad no pertenece a ninguna jaula. La única convicción que me encadena
es la firme creencia de que mi sitio es seguir caminando, mirar al horizonte
pensando hasta dónde puedo llegar, creer en Ítaca por encima de cualquier
verdad, y aceptar que no llegaré nunca a un lugar al que llamar mío y donde
pueda mantener los pies en el suelo. Pertenezco a todos los sitios hasta los
que sea capaz de llegar. No soy una definición en un libro, no soy un color
fijo, no limito mi ser a lo que ya he aprendido, siempre aspiro a ser algo más
que ayer. Siempre aspiro a ser un niño que tiene que aprender. Y con esto digo,
que sin rumbo fijo ni destino, llegaré hasta donde me lleven los pies, a bordes
de precipicios, hasta que no queden caminos por recorrer, o no pueda dar ni un
paso más.
Llegaré hasta donde tenga que llegar, disfrutaré de caminar, de
caerme, de cambiar de rumbo y de ciudad, de poner yo el ritmo y el compás, y
una vez más, disfrutaré de todo aquello
que se ponga ante mis pies, y de todos aquellos que quieran caminar conmigo,
siempre consciente de que la única certeza es el camino.
No pretendo ser nada más allá de mí mismo.